Letras con sangre y escritores suicidas...

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La decisión de autodestruirse es milenaria y exclusiva del género humano. A partir de la heroificación del «yo», en el siglo xix, ciertos suicidios adquirieron una aureola romántica, un nimbo que los mitificaba. Recordemos cómo la lectura Las cuitas del joven Werther, de Goethe, provocó numerosas muertes entre los jóvenes de su generación.

La tendencia a la autoinmolación —cuyos extremos oscilan desde la muerte silenciosa hasta el famoso harakiri— es potenciada por varios factores: la baja tolerancia a la frustración, una descolorida autoestima, pérdida de lazos afectivos, falta de interés en el mundo, desequilibrios de la química cerebral y no se descarta, incluso, una arista genética. Nadie, es cierto, está exento de elegir el camino de la muerte, pero los escritores, poseedores de una sensibilidad exorbitada, son acaso los seres más vulnerables.




Los filósofos vencen la tentación del suicidio acaso porque no son tan atormentados —como los poetas—, gracias al diálogo crispante entre la lucidez y la sensibilidad extrema. Si navegamos en el vasto mar de la historia de la filosofía, encontraremos escasos ejemplos de pensadores suicidas: Auguste Comte, deprimido por la ausencia de su mujer —una prostituta con quien se casó, según dijo, como resultado de un «cálculo generoso»—, se arrojó, sin conseguir su propósito mortal, a las aguas del río Sena; a las aguas del mismo río donde muchos años después se lanzaría el poeta Paul Celan, autor de Fuga de la muerte: «Cavamos una tumba en los aires, ahí no hay estrechez». Por otro lado, Ángel Ganivet —más novelista que filósofo—, el adelantado de la generación del 98, murió en las aguas del río Duina.

La lista de los poetas o escritores suicidas, en cambio, es enorme, y las formas que eligen para suspender «la cadena de milagros que es la vida» —como la llamó el poeta brasileño Manuel Bandeira— son múltiples: la defenestración —arrojarse por la ventana—, el disparo, la soga, el veneno, el iracundo mar o el gas, siendo este último el que abrevió los días de la poeta estadounidense Sylvia Plath (1932-1963), quien escribió el poemario Ariel, dejando una breve nota junto al horno donde sumergió su cabeza: «Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera». Penosa manera de decir adiós al mundo.




Durante la víspera de su última actividad, el futuro suicida toma dos decisiones fundamentales: la elección de la muerte y, casi simultáneamente, la elección de la manera de morir: forma es fondo. Es cierto, no todos los suicidas preparan el escenario y la circunstancia de su despedida, pero algunos eligen entre la violencia y el tranquilo desasimiento del mundo: comparemos, por ejemplo, el balazo en la boca del poeta chileno Pablo de Rokha (1894-1968) con los pies desnudos de Virgina Woolf que se hunden en el río Ouse, o con el Seconal que interrumpió la poesía de Alejandra Pizarnik (1939-1972); la cobarde temeridad del suicida adopta métodos disímbolos.

En el gremio de los narradores sobresalen también ejemplos notables. El atormentado escritor romántico Heinrich von Kleist buscó la muerte desde su adolescencia cuando se dio cuenta de que la razón no era suficiente para vivir y, finalmente, la encontró el 21 de noviembre de 1811, a los 34 años, junto con Henriette Vogel —con la que hizo un pacto de muerte—, no sin antes quemar el resto de su obra. Después de escribir sus cartas de despedida, se instalaron en un hotel tan serenos y felices como unos lunamieleros, subieron a la montaña y tomaron un té. Él le disparó a ella en el corazón y después se pegó un tiro en la boca. El escándalo de su muerte causó conmoción e hizo que la crítica reparara, al fin, en su obra.



Un halo de irresoluble misterio rodea aún el famoso pacto de muerte de Stefan Zweig y su esposa, Elisabeth —Lotte—. El biógrafo, novelista y traductor austriaco se suicidó a los 61 años, junto con su mujer, en Brasil, donde había vivido los últimos años de su vida. Veronal o formicida fue la sustancia ingerida por la pareja, y, tras la doble muerte, se descubrieron cartas anónimas que amenazaban al autor de 24 horas en la vida de una mujer, Impaciencia del corazón y La confusión de los sentimientos y, asimismo, se encontró una declaración final que iniciaba —¡qué extraño!— en primera persona de singular, como si la decisión hubiese sido monolítica: «Antes de dejar la vida por mi propia voluntad…». Se cree que la motivación del acto fue la percepción, para un hombre ultrapacifista, de la insoportable ruindad del mundo: «El destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil».

Nunca sabremos si, abatido por una depresión que le calaba los huesos, José Agustín Goytisolo (1928-1999) —miembro de una prestigiosa familia de escritores catalanes— decidió arrojarse por la ventana a la región de nadie, o si sus pies resbalaron a la hora de auscultar aquella boca de la muerte. El cuerpo de Goytisolo había volado desde un tercer piso, en el agonizante invierno de 1999, hacia el asfalto de una calle barcelonesa. Se trataba, como se intitula uno de sus libros, del Final de un adiós. El creador de «Palabras para Julia» y otras canciones había cedido a la tentación de la ventana: «Tú no puedes volver atrás / porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable. / Hija mía, es mejor vivir / con la alegría de los hombres, / que llorar ante el muro ciego».

El novelista cubano Alejo Carpentier escribió que los poetas son los seres más indefensos del mundo. En las páginas de la creciente literatura universal, el censo de poetas suicidas habrá de ser inmanejable. Y quizá no haya esperanza para evitar el despeñadero sin fin de estos seres atormentados, siempre en el límite de la desolación y el desahucio al comprender el sinsentido que es la vida.

ALGUNOS POETAS SUICIDAS

Thomas Lovell Beddoe: tras un fallido intento de suicidio por medio de una herida en a pierna, sufre una amputación. Finalmente, muere por ingestión de curari, un tipo de veneno, en 1849.

Sergei Esenin: se piensa que tenía problemas mentales y con el alcohol. Estuvo internado en un hospital psiquiátrico, y al salir, después de escribir un último verso con sangre, se colgó en un cuarto de hotel, en 1925.

Violeta Parra: decepcionada de su joven enamorado Gilbert Favre y sintiendo que había perdido la aceptación del público chileno, decide ir a la carpa de arte en La Reina, donde se mata de un disparo, en 1967.

José Augusto Acillona: lo encerraron en un hospital psiquiátrico por haberse inculpado falsamente de la muerte de un periodista. Luego de unos meses, se cortó la garganta con una lata de conservas y murió desangrado, en 1990.

José Ignacio Fuentes Gamboa: era taxista, hasta que descubrió su secreta vocación de poeta. Un día degolló a su esposa y años después, ya en la cárcel, se colgó con su propio cinturón, en 1991.

Fuente
 
#2
Muy buena info. Hasta que punto grandes poetas buscan despues de las letras algo mas, o terminarla
por que imaginan que ya no hay mas por descubrir, interesante, saludos.
 

rarstrikes

Bovino adolescente
#5
Fascinante, y todavía hay mas por contar en la lista, estos que mencionas tienen la particularidad de haberse suicidado en un rio en su mayor parte.
 
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