john4723
Bovino maduro
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- 30 Jul 2007
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LA DESPEDIDA
No hubo sexo durante un par de semanas, apenas besos y caricias clandestinas. En la oficina, las miradas volvieron a volverse cautas. Algo había cambiado. Tal vez lo sabíamos ambos: que esto era fuego fugaz, que lo que ardió tan intenso no podía durar.
Pero aún quedaba una última chispa por encender.
Un viernes, al final del día, me llegó un mensaje: "Última vez. No más después de hoy. Quiero que me lo dejes todo esta noche."
Respondí sin palabras. Solo un: "Dónde"
La habitación esta vez era más oscura. Roja. Silenciosa. Ella me esperaba de pie, desnuda, con tacones y una mirada extraña que no era deseo: era necesidad, tristeza, dolor. Cerré la puerta y caminé hacia ella. No hubo besos. Solo manos. uñas, mordidas, lágrimas que no comprendía.
Nos desnudamos sin dulzura. La empujé contra el colchón y la penetré sin avisar, con fuerza, con rabia contenida. Ella me arañó el pecho, me apretó el cuello, me gritó que la destrozara.
La follé con desesperación. La hice gemir en todas las posiciones. De espaldas, con sus piernas envueltas en mi cintura. De rodillas, con mi mano sujetando su cabello. De lado, con sus pechos rebotando contra mi pecho sudado. Me pidió que la culeara fuerte, que le hablara sucio, que le dijera que la iba a llenar de macho, que era mi prostituta, que era mi perra en celo preferida... y lo era en verdad. Y sí, la llené de semen en su vagina hasta que derramó jugos de dos cuerpos.
Luego de varias posiciones y orgasmos de su parte se permitió ser sumisa y dejarme penetrarle ese delicioso culo y hacerle lo que quisiera. Esto fue el climax total, la entrega, el dominio, la explosión de placer en su máxima expresión. Primero lo besé, lo chupé, metí la lengua hasta dilatarlo, y luego le metí la verga poco a poco hasta el fondo, una y otra otra vez hasta que derramé todo mi semen en su interior por segunda vez.
Yo no terminaba, aun quería hacer más, nuestros cuerpos estaban cansados pero la mente y mi pene querían más, y luego de un rato de descanso mi pene se levantó firme de nuevo y procedí a tomarla a la fuerza. Su vagina cedió ante el placer una vez más, recibía mis enviones con dolor, se notaba incómoda al comienzo pero luego se entregó de nuevo. Esta vez yo quería llenarle la boca de semen, así que cuando estuve cerca del orgasmo le saqué el pene y lo puse en su boca, penetrándola con fuerza todo lo que podía ella recibir. Le dije que me iba a venir y que quería que se tomara todo lo que saliera de allí sin reclamar nada, y así lo hizo. Puedo decir que la llené por todos sus agujeros, y le dejé mucho semen en su culo, su vagina y su estómago.
Cuando terminé, con su cuerpo exhausto bajo el mío, ella me miró en silencio. Ninguno sonrió. Ninguno habló.
Se levantó, se vistió sin limpiarse ni una gota de fluido, me lanzó una última mirada y con lágrimas me dijo:
—Me enamoré y eso no me lo puedo permitir. No me busques, fue perfecto así. Te amo.
Y se fue. Había renunciado ese día al trabajo y se iba de la ciudad.
Me quedé ahí un rato, sintiendo cómo el eco de su cuerpo seguía vibrando en el mío. No había dolor, solo un fuego que se apagaba lentamente después de haber ardido como debía. Con el pasar de los días su ausencia me golpeó más fuerte de lo que yo esperaba.
Fin.
No hubo sexo durante un par de semanas, apenas besos y caricias clandestinas. En la oficina, las miradas volvieron a volverse cautas. Algo había cambiado. Tal vez lo sabíamos ambos: que esto era fuego fugaz, que lo que ardió tan intenso no podía durar.
Pero aún quedaba una última chispa por encender.
Un viernes, al final del día, me llegó un mensaje: "Última vez. No más después de hoy. Quiero que me lo dejes todo esta noche."
Respondí sin palabras. Solo un: "Dónde"
La habitación esta vez era más oscura. Roja. Silenciosa. Ella me esperaba de pie, desnuda, con tacones y una mirada extraña que no era deseo: era necesidad, tristeza, dolor. Cerré la puerta y caminé hacia ella. No hubo besos. Solo manos. uñas, mordidas, lágrimas que no comprendía.
Nos desnudamos sin dulzura. La empujé contra el colchón y la penetré sin avisar, con fuerza, con rabia contenida. Ella me arañó el pecho, me apretó el cuello, me gritó que la destrozara.
La follé con desesperación. La hice gemir en todas las posiciones. De espaldas, con sus piernas envueltas en mi cintura. De rodillas, con mi mano sujetando su cabello. De lado, con sus pechos rebotando contra mi pecho sudado. Me pidió que la culeara fuerte, que le hablara sucio, que le dijera que la iba a llenar de macho, que era mi prostituta, que era mi perra en celo preferida... y lo era en verdad. Y sí, la llené de semen en su vagina hasta que derramó jugos de dos cuerpos.
Luego de varias posiciones y orgasmos de su parte se permitió ser sumisa y dejarme penetrarle ese delicioso culo y hacerle lo que quisiera. Esto fue el climax total, la entrega, el dominio, la explosión de placer en su máxima expresión. Primero lo besé, lo chupé, metí la lengua hasta dilatarlo, y luego le metí la verga poco a poco hasta el fondo, una y otra otra vez hasta que derramé todo mi semen en su interior por segunda vez.
Yo no terminaba, aun quería hacer más, nuestros cuerpos estaban cansados pero la mente y mi pene querían más, y luego de un rato de descanso mi pene se levantó firme de nuevo y procedí a tomarla a la fuerza. Su vagina cedió ante el placer una vez más, recibía mis enviones con dolor, se notaba incómoda al comienzo pero luego se entregó de nuevo. Esta vez yo quería llenarle la boca de semen, así que cuando estuve cerca del orgasmo le saqué el pene y lo puse en su boca, penetrándola con fuerza todo lo que podía ella recibir. Le dije que me iba a venir y que quería que se tomara todo lo que saliera de allí sin reclamar nada, y así lo hizo. Puedo decir que la llené por todos sus agujeros, y le dejé mucho semen en su culo, su vagina y su estómago.
Cuando terminé, con su cuerpo exhausto bajo el mío, ella me miró en silencio. Ninguno sonrió. Ninguno habló.
Se levantó, se vistió sin limpiarse ni una gota de fluido, me lanzó una última mirada y con lágrimas me dijo:
—Me enamoré y eso no me lo puedo permitir. No me busques, fue perfecto así. Te amo.
Y se fue. Había renunciado ese día al trabajo y se iba de la ciudad.
Me quedé ahí un rato, sintiendo cómo el eco de su cuerpo seguía vibrando en el mío. No había dolor, solo un fuego que se apagaba lentamente después de haber ardido como debía. Con el pasar de los días su ausencia me golpeó más fuerte de lo que yo esperaba.
Fin.