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A sus 43 años era un hombre de güevos. Nadie lo había visto llorar. Sufría, pero no lloraba. Ni cuando lo abandonó la primera novia, allá en la infancia. Ni cuando murieron sus padres.
Ese día fue distinto. Lloró como niño. Golpeó con los puños, hasta sangrar, la pared de la funeraria...